La mistica de la innovación

Hace tiempo que tengo un runrun con el tema de la innovación. Cualquiera que haya tenido la desgracia de coincidir conmigo en una cena de congresos y cosas así, puede haber sufrido dos reflexiones que repito asiduamente. No soy una persona innovadora y estoy muy contento en mi zona de confort. Por algún motivo, la gente cree que esto es un tipo de sarcasmo o de postureo. Aunque parece que estoy catalogado como innovador (y formo parte de un club de innovadores), la mística de la innovación pública me echa para atrás. Entendedme bien: no es que me caigan mal los innovadores. No se trata de instagrammers que suben ensaladas de restaurantes de moda. Se trata de que cuando oigo muchas reflexiones sobre la innovación veo mi experiencia muy lejos de ellas.

Daguerrotipo post-mortem de principios de siglo.
Persona que leyó demasiadas guías para innovar y no sopesó el coste de que saliera mal. Fuente.

Disclaimer: este post NO es una crítica a la gente que escribe y apuesta por la innovación. Muchos de ellos son amigos y amigas y todos son gente a la que admiro. Muchas de estas imágenes las he difundido y construido yo también. Se trata de explicar la cara B, lo  que no suele contar. Esto se puede deber  al  entusiasmo de proyectos y experiencias. Se trata de aportar una visión menos «entusiasta» del fenómeno.

La innovación es mucho trabajo, no una experiencia alucinógena.

Es sencillo escuchar hablar sobre lo alucinante que es probar y explorar nuevos caminos, desafiar las normas y cambiar el mundo. Lo que no se suele contar es la cantidad absurda de trabajo y esfuerzo profesional y personal que supone. Esto, posiblemente tenga algo que ver con endorfinas o con cualquier tipo de hormona que elimina recuerdos del dolor. Igual que sucede después de una maratón o de un parto.

Cuando uno se plantea hacer cosas nuevas tiene que pensarlas, ponerlas en práctica y mover muchas piedras.  Además, necesita ganar apoyos, equivocarse y volver a empezar. En resumen, muchísimo esfuerzo laboral y emotivo. Cualquiera que se meta en esta historia está lo bastante implicado como para poner parte de su alma en ello. Esto da energía, pero, por otro lado, arrambla con todas las fuerzas que tienes. Es más… si no haces todo ese esfuerzo es muy posible que no salga nada concreto, como bien señaló Alberto Ortíz de Zárate en su post.

Está bien ese doping de entusiasmo y es necesario. Sin embargo echar horas diseñando, pensando, irse a la cama documentándose o renunciar a los fines de semana, es algo que frecuente.

En muchas ocasiones es un trabajo suplementario.

Hay dos tipos de proyectos de innovación. La innovación «oficial» en la que te pones a tu negociado y en tu ámbito de decisión en la que innovas y en las que «te sales del tiesto». Si eres lo bastante jefe o autónomo para que la primera sea tu manera de hacer tu trabajo, felicidades. La innovación es tu trabajo y te puedes dedicar a ello.

Sin embargo, innovar en una organización pública supone, frecuentemente, empujar todo lo posible para que la dirección cambie cómo están las cosas. En este caso, innovas ADEMÁS de hacer tu trabajo. Esto significa que todo el trabajo que comentamos en el punto anterior lo tendrás que hacer cuando hayas terminado tus compromisos obligatorios que, en muchas ocasiones, superan tu jornada.

En ocasiones estas de buen ánimo, o motivado, u otras personas dependen de ti. Otras veces, estás hasta las narices, el día ha sido malo, tienes 20 marrones rondándote y no tienes el cuerpo para lean, design thinking ni para nada. 

No todas las ideas son buenas, ni si quiera las que parecían buenas.

Con una facilidad pasmosa, los apóstoles de la innovación hablan (hablamos) de buscar nuevas ideas. Dejando fuera la facilidad de «tener ideas» por arte de magia, apreciar la bondad de las mismas es aún más difícil. No es que tengamos que desconfiar de cualquier idea (yo  lo hago, pero es cosa mía), ni que todas sean malas, es que cualquier idea puede parecer buena. Especialmente aquellas que son nuestras (el célebre sesgo Ikea: apreciamos más lo que hacemos nosotros).

Puede que esa idea que parecía buena, y que iba bien, deje de ir bien y sea un desastre. Especialmente porque los errores más épicos son aquellos que no veíamos venir. 

Equivocarse importa y j**e mucho.

Un corolario a lo de «tener ideas» es equivócate, que no pasa nada. A mi, personalmente, equivocarme me molesta mucho (por no decir términos más fuertes). No sólo es que esto sea una sensación molesta, porque a fin de cuentas es una idea y un proyecto con el que te sentías identificado. Es que, además, en muchos casos, es algo vergonzoso o humillante (para mi, muchísimo).

Incluso si eres un crac de la resiliencia, cagarla es algo que te afecta en tu interior y te hace estar un poco menos feliz. 

No sólo es que importe, es que puede acarrear consecuencias.

Más allá del fuero interno en el que te afecta cagarla, están las consecuencias externas. Como cualquiera sabe, la persona con más enemigos es la que intenta cambiar las cosas. Así que, si estás innovando y te equivocas, es posible que las personas responsables de tu puesto, o tus compañeros, aprovechen la cagada para su beneficio.

Entendamos esto no como un mundo maquivélico, sino que, simplemente, aquellos que no creen en la innovación suelen ser rápidos en decir «eso ya lo suponíamos», o cosas peores. Esto es malo por dos motivos. A nadie (o casi nadie) le gusta que le toquen las narices cuando está bajo de ánimos y, además, puede afectar profesionalmente.

El sesgo del superviviente.

Aunque todo esto esté lleno de gente que habla de lo bueno y estupendo que es innovar es posible que haya una importante tasa de fracaso. Esto es un problema porque lo que se puede percibir es que si tienes una idea, aprendes de tus errores y trabajas mucho, puedes llegar a cumplir tus objetivos. Es el viejo argumento de silicon Valley, Dragon Ball y Karate Kid. Sin embargo, muy posiblemente, por cada start-up que trinfa hay cientos (o miles) que fracasan con efectos catastróficos para sus promotores. Por cada Goku hay varios Yamchas y Krilines. Daniel Larusso pudo ganar el torneo de Karate porque tenía algo especial.

Sin embargo, no solemos contar las historias de fracaso ni lo que pueden suponer personal y profesionalmente. Contamos muchos éxitos pero pocos fracasos. Y eso es vender solo la parte buena de la historia y se llama el sesgo del superviviente.

Entonces ¿Vale la pena hacerlo?

Pues no sé que decirte. Creo que el problema no es si todo esto es difícil, costoso o arriesgado. La cuestión es si concibes seguir haciendo algo que no te deja del todo satisfecho hasta que algo lo cambie. 

Si crees que puedes esperar a ese cambio, o que no lo puedes lograr, o que tu puedes hacer mejor otras cosas en vez de meterte en un fregao de estas dimensiones, no lo hagas.

Sin embargo, si lo que piensas es que las cosas no están todo lo bien que pudiera, eso te molesta,  y crees que nadie va a hacer nada para cambiarlas, si que vale la pena.

Eso si, ten en cuenta que no hay un éxito garantizado siempre y que nunca va a ser fácil. 

En resumen, la cuestión es ¿merece la pena seguir como hasta ahora, o vale la pena arriesgarse por cambiarlo? La respuesta no te la va a dar ningún coach, blog o amigo, es una cosa tuya.

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