La guerra fría la ganó la inteligencia artificial

José Antonio García García es funcionario del Cuerpo Superior de Sistemas y Tecnologías de la Información de las AAPP, de cuya asociación (ASTIC) es presidente. Además es Subdirector General de Gestión y Relaciones Institucionales de la Dirección General de Ordenación del Juego. Todo esto sin dejar de ser alguien curioso, inquieto y con una extenuante vocación renacentista.

Daguerrotipo de hombre de espaldas con sombrero de copa.
Señor mirando el futuro y viendo a la Inteligencia Artificial llegar. Fuente

Van ya para 2.500 años que venimos teorizando sobre cual es el mejor modo de organizarnos al objeto de lograr la mejor de sociedades. Elección vía sorteo, gerontocracia, teocracía, totalitarismo, democracia censitaria, democracia representativa, planificación económica, libre mercado, una mezcla de todos y un puñado de sal, … Si bien es cierto que el “fin de la historia” nos legó la democracia representativa sustentada en el poder del mercado como agente distribuidor de la riqueza, no es menos cierto que existen (respetadas) voces que dudan sobre los beneficios de la democracia representativa en un mundo donde, ni los partidos son fiables -(in)cumplimiento de programas-, ni los votantes tenemos los suficientes conocimientos para saber escoger en base a nuestras reales necesidades.

Democracia  e Inteligencia Artificial.

Sin embargo, existen una serie de consensos asentados difíciles de desterrar de la esfera pública. Básicamente el respeto sagrado a las preferencias individuales o libertad de elección individual y los beneficios del crecimiento económico. Aunque parezca contradictorio, hemos creado el sistema más complejo (del universo) conocido basándonos en el respeto del interés y las preferencias individuales.

A esta situación se le ha venido a sumar, en apenas los últimos escasos diez años, la influencia de la revolución tecnológica, consiguiendo satisfacer todas nuestras aspiraciones individualistas, ofreciéndonos un mundo creado a nuestra medida para satisfacer nuestros deseos de acomodar la realidad a nuestro imaginario. Algoritmos que nos aconsejan la mejor compra, el mejor destino vacacional, el mejor amigo en la red social de moda o incluso los mensajes publi-electorales que quiero/necesito escuchar para armonizar el sentido de mi próximo voto a mis creencias.

Dejando a un lado el peligroso sesgo que puedan tener los algoritmos y la curiosa tendencia a considerar socialmente aceptable, por ejemplo, la falta de igualdad de oportunidades o las desigualdades (sociales, de trato, discriminaciones por razón de sexo, religión, raza, ..) si están basadas en complejos mecanismos socioeconómicos, respecto al rechazo que consiguen esas mismas prácticas cuando son desarrolladas en base a decisiones tomadas por algoritmos (cuando en realidad ambos son el producto de decisiones humanas más o menos explícitas), nuestras vidas, cada vez más, están regidas por las, muchas veces silentes, recomendaciones recibidas en nuestro devenir por el mundo virtual.

Individuo, libre albedrío y algoritmos

Parafraseando a McLuhan, hemos trasladado al exterior un modelo inspirado en el funcionamiento de nuestro propio organismo, donde células independientes y con funciones dispares fueron capaces de crear algo tan complejo como la conciencia. Es un hecho que las sociedades modernas han sido capaces de generar una especie de propia conciencia sobre sí misma, donde tenemos recomendaciones automatizadas para casi cualquiera de nuestras actividades, basándose en el análisis de nuestras preferencias así como de las del resto. Recomendaciones sobre cuándo debes salir para llegar a tiempo a tu próxima cita, el mejor destino vacacional o el mejor periodo para invertir, son consejos que no solo se basan en tus propias necesidades, si no en el alineamiento de las mismas con el del resto de este ecosistema global y todo ello bajo el explícito interés económico de la compañía recomendadora, que moldea el mundo bajo la atenta mirada de su evolución bursátil. 

Querámoslo o no, nuestro concepto de libre albedrío en el que se ha basado las sociedades occidentales desde los más de los últimos 200 años, está viéndose socavado de forma imperceptible por las recomendaciones personalizadas, que en apariencia nos permiten vivir en la ilusión de que seguimos teniendo capacidad de elección, pero que en verdad, la realidad se corresponde con el sueño húmedo del «socialismo real»: planificación económica  (consumimos lo que determina el politburó de Silicon Valley) y control y homogeneización social (la utilización de los algoritmos para las segmentaciones publi-electorales en facebook de las pasadas elecciones americanas llevan a algunos expertos a asegurar que el concepto de democracia no representa los sistemas de elección actuales).

La tecnología y el papel de lo público

Sin embargo, en estas sociedades tan complejas, con múltiples, variadas y profundas conexiones entre cualquiera de sus activos y actores, la iniciativa privada, aunque proporcione y solucione muchos problemas de una manera mucho más eficiente que como hasta ahora lo hacían las administraciones públicas, es incapaz de afrontar los grandes retos civilizatorios a los que nos enfrentamos (crisis migratoria o crisis medioambiental, por decir dos de los más relevantes). Son las administraciones públicas las que deben intentar resolver esos problemas ante la ausencia de interlocutores privados ni legitimados ni con el suficiente poder para solucionarlos. Y aunque parezca un reto que ya ha sido abordado en anteriores ocasiones, en esta oportunidad, las administraciones públicas deberán inmiscuirse en un mundo que ha cambiado profundamente, y que no solo no acepta sus antiguos modales intervencionistas (el objetivo no es producir servicios públicos, si no conocer, aprender y liderar procesos sociales), sino que demanda otras formas de actuación (políticas basadas en evidencias, en datos, en conocimiento que sea contrastable).

Es el desafío a afrontar por unas administraciones públicas, con incentivos de renovación como el que puede tener un servicio de ambulancias gestionado por una compañía funeraria, que a su vez están dirigidas por unos representantes políticos con un sustrato ideológico basado en fundamentos teóricos anteriores a la nueva circunstancia. Donde la izquierda/progresistas necesita modelos con los que interpretar el mundo y a partir de ellos ofrecer un futuro que se adecue a sus valores, cuestión materialmente imposible en un mundo en continua mutación. Y donde la derecha/liberales, facilita el “normal” discurrir del mercado, permitiendo ganadores y perdedores como un acto intrínseco a la vida y reaccionando solo en el caso de que la situación degenere en demasía y no se reconduzca por sí sola.

El debate más profundo que no acabamos de plantear

¿Cómo deben ser afrontados esos retos de escala cuasi global?, ¿podrán las administraciones públicas ofrecer servicios personalizados que orienten de forma individualizada para corregir los efectos producidos por la agregación de los comportamientos individuales?, o sin embargo, ¿sacarán toda su fuerza coercitiva que, basándose en los datos, impidan que tu coche arranque el día en que se ha producido un episodio de alta contaminación, eviten que el ascensor te lleve a la tercera planta porque no has subido el número de escalones aconsejado para tu nivel personalizado de vida saludable o impida que te suscribas al canal de deportes porque todavía no has hecho frente al pago del impuesto de bienes inmuebles? Desde el conocimiento que los datos que sirven como fundamento para la creación de todos esos servicios (por ahora privados) personalizados, ¿se obligará a cederlos a la comunidad como un bien común?, ¿se procederá a nacionalizar los algoritmos creados en el sector privado como fuente de bienestar social?

Cuando de forma recurrente en distintos foros se habla del papel de las administraciones públicas en el sXXI, de cómo debemos ofrecer y producir los servicios públicos, de la burocracia vs innovación, .. en suma, de los retos a los que se asoma las administraciones públicas, lo que pienso es que en realidad son debates caducos sobre paradigmas obsoletos. La verdadera decisión a abordar es si tendremos la clarividencia para utilizar los datos y los algoritmos para corregir (coercitivamente) el comportamiento individual al objeto de salvaguardar un interés general mayor, la propia supervivencia de la especie y del mundo que nos rodea y que tenemos prestado de las generaciones futuras, o simplemente los utilizaremos para insistir en el «laissez faire»?

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