Confesiones de un gestor público analógico

El post de esta semana es obra de Enrique Benítez Palma. Economista. En la actualidad ejerce de Consejero en la Cámara de Cuentas de Andalucía. Enrique es un tipo inquieto y curioso que procura estar al día de casi todo lo que se mueve, y encima, enterándose del meollo de las cosas. Un lujo tenerle por aquí y le perdonamos lo de las series.

Una persona retratándose a sí misma, como Enrique Benitez
Una persona retratándose a sí misma, como Enrique Benitez. Fuente.

Hola. Me llamo Enrique Benítez, tengo 48 años y soy un gestor público analógico. Estudié Económicas y he tenido la suerte de trabajar en numerosas y diferentes tareas a lo largo de mi vida. Crecí a tiempo para saber lo que era el MS-Dos, aunque mis mejores momentos llegaron de la mano de Excel y del superado y aburrido  Powerpoint. Me manejo como un simple usuario de algunos programas clásicos. Veo lo que se avecina y contemplo la ola de cambio con una rara mezcla de asombro, miedo, incertidumbre y ganas de disfrutar de las enormes posibilidades que tiene la tecnología, bien aplicada, y con las normas adecuadamente definidas. Leo libros y apenas veo series.

La tecnología está aquí, lo queramos o no.

Los procesos de cambio en las administraciones públicas son singularmente complejos. Las resistencias son difíciles de definir, identificar y vencer. El ser humano suele tener aversión al riesgo. Y en momentos como los actuales, con recursos insuficientes y plantillas desmotivadas, la posibilidad de enardecer a los empleados con discursos de emancipación debe ser descartada. Sin embargo, lo público nunca puede quedarse al margen. Más de 20 años de experiencia me demuestran que la gestión privada marca la pauta de la pública. Así ocurrió en los años 90 con el paradigma del New Public Management, hoy tan criticado, pero que permitió utilizar con cierto éxito una palanca de cambio en muchas dependencias públicas (recordemos los planes de calidad y las cartas de servicios). Así ocurrió cuando llegó la Gobernanza y obligó a las administraciones a abrir puertas y ventanas, a arrojarse en brazos de la transparencia, la participación ciudadana, el gobierno abierto o la inteligencia colectiva. Y así va a ocurrir cuando alguien en alguna universidad acuñe la palabra definitiva que resuma todo lo que supone la ola tecnológica y todo lo que puede llegar de la mano del Big Data, el Internet de las Cosas y tantas otras innovaciones cuya comprensión y cuyas posibilidades se nos escapan a los gestores analógicos.

Con la tecnología pasa lo mismo que con las leyes: la ignorancia no exime de su cumplimiento. Cumplir con la tecnología supone hacer el esfuerzo de ponerse al día y de estudiar para poder actualizar las prestaciones de la administración para la que trabajamos, pensando siempre en la ciudadanía, a la que nos debemos. Como gestor público analógico hay un sinfín de cuestiones que me ocupan y me preocupan, pero también veo algunas tendencias a las que debemos estar más que atentos. Invertir en tecnología o en aprendizaje con entusiasta desorden no tiene demasiado sentido, como tampoco lo tiene pretender saberlo todo. Para mi generación las enciclopedias siguen siendo importantes, y quizás haya llegado la hora de “desaprender”, un verbo que se utiliza mucho en ámbitos feministas y que reivindico por todo lo que transmite.

Desaprender sin olvidar lo aprendido.

Desaprender no significa resetear. No supone empezar de cero, ni tampoco reinventarse. De hecho Osborne hablaba de “la reinvención del gobierno” a mediados de los años 80, cuando publicó el libro que dio origen a la Nueva Gestión Pública. Las nuevas tecnologías que nos desbordan, los hábitos de nuestros hijos, las redes sociales y sus ventajas e inconvenientes, la conectividad a ultranza y la renuncia más o menos voluntaria a la privacidad son ya realidades que hay que gestionar. Nuestra propia vida como ciudadanos se ha transformado, ha cambiado de una manera rápida y vertiginosa. Sin embargo en nuestras lentas dependencias administrativas el tiempo sigue corriendo a su ritmo habitual, despacio, ajeno a la “aceleración social” que con tanto acierto ha sabido definir y describir el sociólogo alemán Hartmut Rosa.

Los gestores analógicos tenemos a nuestro favor las ventajas indiscutibles que proporcionan la madurez y la experiencia. Lo digo en serio. Hemos visto y sufrido ya muchos cambios, nadie nos lo ha contado, y sabemos que los cambios se pueden hacer. Pero además somos conscientes de que debemos actualizarnos, entre otras cosas porque tenemos por delante aún 15 ó 20 años de vida profesional activa, y es imperativo hacerlo. No desde la angustia, sino más bien desde la certeza de que tenemos muchas cosas que aportar: serenidad, conocimiento, realismo y la necesaria dosis de escepticismo positivo que debe presidir siempre un proceso de cambio. Nunca me han gustado ni los agoreros ni los predicadores. En el término medio está la virtud.

Para aprender no basta con estudiar más cosas.

Decía la gran diseñadora Carolina Herrera, hace pocos días, lo siguiente:

“no hay nada que envejezca más a una mujer que vestirse de joven”.

Una frase memorable. Reconozco que, llevado por el deseo de saber más y penetrar en las tinieblas del oscuro mundo digital –parecer joven- he hecho casi de todo. No he llegado a los extremos de Fausto, ni de Dorian Gray, pero casi. He seguido cursos online de Ciberseguridad y de Blockchain. He descargado todo tipo de informes de los más prestigiosos centros de investigación y consultorías avanzadas (desde el Institute for the Future hasta Gartner, pasando por el Boston Consulting Group, McKinsey y las inevitables Big Four). He conectado por Linkedin con Chema Alonso y leo casi todos sus posts (al menos aquellos en los que utiliza más palabras en castellano que en idioma hacker). Estoy suscrito a un largo listado de newsletters que cada día me recuerdan lo pequeño e ignorante que soy, lo rápido que va todo y lo profundo que es el abismo que separa a los que dominan la tecnología del resto de la humanidad.

Pues bien: no soy más joven. No lo he conseguido. Y llega un momento en el que hay que parar. Hay que detenerse y reflexionar seriamente en torno a lo que sabemos, lo que sabemos que podemos hacer y lo que sabemos que nunca llegaremos a hacer (o incluso comprender). Y de esa reflexión sensata y honesta debe partir un plan de acción para nosotros mismos y para las instituciones para las que trabajamos.

En demasiadas ocasiones los departamentos de informática han sido los depositarios de la fe colectiva en las bondades de la arrolladora capacidad de transformación de las nuevas tecnologías. Ubicados en algún oscuro y apartado rincón, lejos del mundanal ruido y sus terrenales tentaciones, la comunicación de los trabajadores con los informáticos y de los directivos con los trabajadores y con los informáticos suele limitarse a un breve intercambio de saludos y reivindicaciones bastante domésticas. Si hay algo que va a traer consigo toda esta ola de cambio es la necesidad urgente e inmediata de superar todo esto, para establecer canales reales de comunicación y de trabajo multidisciplinar. El Gobierno Abierto, bien entendido, empieza por uno mismo, por su propia administración. Los compartimentos estancos deben ser dinamitados. El trabajo en equipo es imperativo. La horizontalidad ha llegado para quedarse.

Decía Roosevelt, en uno de sus más recordados quiasmos que “sólo debemos tener miedo al propio miedo”. Una sentencia que ha pasado a la Historia. Mucha gente tiene miedo a la ola tecnológica, a quedarse atrás, a perder su empleo, a sus consecuencias sociales. Al mismo tiempo, alguien tiene que gestionar todo esto. Desde las administraciones públicas, la modernización y el aprovechamiento de todas las capacidades que se están descubriendo no sólo es una obligación: es también la única manera de poner esta formidable maquinaria al servicio de las necesidades colectivas. Así lo debemos asumir los gestores públicos analógicos, bisagra entre la sociedad y la administración, entre jóvenes y mayores, entre estrategia y corto plazo. Las nuevas tecnologías suponen un apoyo sin precedentes para conseguir una gestión pública más aproximada a su ideal de servicio al interés general. Y la transición de lo analógico a lo digital no sólo trata de la tecnología: tiene que ver con valores, con estrategias, con necesidades. Cuestiones en las que tenemos mucho que aportar, por experiencia.

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