Burocracia e internet de todas las cosas.

Israel Pastor es un viejo conocido de este blog y vuelve a deleitarnos con un artículo sobre las Administraciones Públicas. Es Administrador Civil del Estado y actualmente es director del Centro de Estudios Jurídicos.

Hace ya algunos años me empeño en recuperar el buen nombre de la burocracia frente al estereotipo negativo que predomina en los medios. Cuando llegaron los primeros trámites administrativos electrónicos parecía que la tecnología había venido a transformar, si no a acabar, aquella “burocracia” ineficiente, lenta y sujeta a horarios. Parecía que ese nuevo paradigma de la “administración electrónica”, hoy digital, sería la panacea para nuestros problemas.

Operarias revisando fotogramas de películas.
Empleadas públicas apoyándose en máquinas para decidir. Fuente

Ahora un libro viene a hablarnos de una nueva vuelta de tuerca tecnológica, la del “internet de todas las cosas”. Se trata de un “sistema cósmico de procesamiento de datos”, que, como dios, está en todas partes y lo controla todo, con el que los humanos estamos destinados a fusionarnos, y a liberar todos los datos e información de que disponemos de manera libre y abierta. Si es que no lo hacemos ya.

Homo Deus.

“Homo Deus”, de Yuval Noah Harari (Debate, 2017), como la anterior “Sapiens”, es una obra que rompe muchos tópicos y plantea cuestiones existenciales en los órdenes más importantes de la vida humana futura. Se trata de un libro de filosofía de la tecnología. O para decirlo mejor, de las consecuencias sociales y políticas de la tecnología. Sin embargo, escasean las referencias a los efectos que podrían tener en el gobierno y la administración estas trasformaciones tecnológicas. Las dos únicas reseñas que he encontrado son tangencialmente entre las del mercado de trabajo  y los párrafos que dedica a democracia.

Desde la perspectiva dataísta, las democracias pierden el control sobre la “liebre tecnológica” porque “la engorrosa burocracia gubernamental” es lenta y procesa los datos de manera ineficiente (pág. 407). Pero la regulación de internet depende de la iniciativa política, no de la burocracia. Esto lo prueba la costosa regulación del derecho  al olvido.

Datos, robots y empleados públicos.

Para el autor, los algoritmos, el verdadero elemento esencial seguirán sustituyendo a los trabajadores para convertirlos en una “clase inútil”. Se refiere a muchas profesiones, pero ninguna similar a la de “alto funcionario” (la distingo aquí de la más común de “funcionarios” porque cabe entender que se refiere a ellas al hablar de las más sencillas y rutinarias labores de oficina, a su vez asociadas con la burocracia en sentido más peyorativo). Tampoco explica el papel que tendrán en “la historia del mañana” los representantes políticos y ni habla de la gobernanza en la era de la interconexión de todo con todo, con gobiernos que se han “convertido en mera administración” (pág. 409).

Mientas la política la hagamos humanos, la administración deberán dirigirla otros humanos, especialistas en la complejidad de los recursos públicos y, sobre todo, en las relaciones políticas (o de poder) de nuestras sociedades. Y las sociedades avanzadas se han dado una herramienta tremendamente eficaz, previsible y, sobre todo, neutral y objetiva ante la complejidad política: lo que comúnmente llamamos “altos funcionarios”, estereotipos negativos aparte. En mi opinión, las máquinas interconectadas seguirán siendo herramientas complementarias para la tramitación, las comunicaciones, las notificaciones, el control horario o, en general, el apoyo más fundamental a las decisiones que mueven una organización pública que se rige por un derecho administrativo basado en la desconfianza en los poderes políticos. Porque un alto funcionario profesional es seleccionado y socializado por la organización precisamente respondiendo afirmativamente a una de las tres preguntas trascendentales del final del libro: “¿la inteligencia se desconecta de la conciencia?” Eso es lo que define a la burocracia desde sus orígenes.

La decisión sigue siendo humana.

El propio Harari afirma que es “inmensamente complicado diseñar” un ser humano que domine “una amplia variedad de habilidades” (pág. 353) y sustituirlo por un algoritmo. Un directivo público es un director de orquesta con instrumentos que carecen de partitura. La política es un arte que se descansa en técnicas concretas y que su rationale no está en el beneficio a corto plazo, sino en rendimientos a veces imprevisibles y en sistemas políticos complejos y caóticos. Pero, sobre todo, porque gira alrededor del ser humano, un algoritmo biológico como sostiene Harari.

En un futuro no muy lejano en el que el procesamiento de datos lo lleven a cabo eficientemente cíborgs interconectados en el internet de todas las cosas, las decisiones colectivas de una “res pública” convertida en la “red pública” parece que seguirán dependiendo de representantes políticos. Es decir la fórmula democrática no está en cuestión para Harari. Y a continuación, para gestionar la complejidad tecnológica y de insumos políticos, una red de altos funcionarios deberá seguir existiendo, desprovistos de “conciencia”. Otra cuestión es cómo debe evolucionar el modelo burocrático. Hace tiempo que vengo sosteniendo que debemos caminar hacia el “directivo público digital”, ya que las habilidades directivas hoy son inseparables del conocimiento de la dimensión técnica, para explicar y responder a las necesidades tecnológicas de nuestras administraciones, que es donde reside el éxito de planteamientos como el marxismo y el dataísmo según Harari. Así pues, si no que queremos caer en la categoría de “inútil”, los altos funcionarios debemos transformarnos en mediadores entre las lógicas políticas y administrativas y la las tendencias del “internet de todas las cosas”.

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